miércoles, 30 de marzo de 2011

Nunca me abandones

Estados Unidos, 2010
Dirigida por Mark Romanek

Escrita por Alex Garland, a partir de la novela de Kazuo Ishiguro

Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley, Charlotte Rampling, Sally Hawkins, Izzy Meikle-Small, Charlie Rowe, Ella Purnell, Nathalie Richard, Andrea Riseborough, Domhnall Gleeson, Oliver Parsons.


A imagen y semejanza
"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia".

Es una idea muy atractiva para novelistas, guionistas e inventores de historias, el centrarse en seres creados por el hombre, criaturas que deberían ser insustanciales, pero que terminan desarrollando emociones. Tiene un gran potencial para la metáfora y para el drama. El replicante Roy, en "Blade Runner", puede parecer un monstruo, pero sus pensamientos antes de morir tienen una humanidad desgarradora. Los "replicantes" de "Nunca me abandones", no han visto la Puerta de Tannhäuser, no han estado en Orión ni conocen los rayos C, pero han experimentado cosas igual de gordas, como por ejemplo el amor.

La película tiene como acierto hacer un planteamiento de la historia desde el punto de vista de esos seres supuestamente neutros. Eso favorece la omisión de mucha información científica y filosófica, y orienta al espectador hacia la observación de lo que esos seres son y sienten a lo largo de su existencia. El resultado es una película de una amargura permanente en la cual planean nubarrones de cabo a rabo, sin concesión a la más escueta chispa de alegría. Y es que la primera reflexión que puede suscitar esta película, extrapolable a otros ámbitos, es que hace falta un intangible esencial para que la vida tenga sustancia: futuro.

La película se centra en el periplo de esos seres con fecha de caducidad, fabricados para ser sacrificados como ganado. Lo que más sorprende es que con el avance de la historia uno descubre que son seres primarios, incapaces de contestar su destino. Son, sin embargo capaces de soñar, de comprender su cometido vital, de sentir miedo, celos y envidia, de generar su propia identidad. Vamos pues a asistir observar el comportamiento de unos seres enjaulados, conscientes y sumisos. Se puede decir que es una propuesta casi masoquista.
De paso, puede entreleerse un aviso crítico a nuestras sociedades del hiperbienestar, camino de la hiperasepsia: arrasamos con todo para salirnos con la nuestra, hacemos lo que haga falta para protegernos de cualquier mal, incluso convertirnos en desalmados. Es la lucha por la especie, la vertiente más animal del ser humano.

Por lo demás, la película es de parco argumento, los conflictos son menores, son enredos humanos que, bajo la gigantesca sombra de la "culminación" nos muestran el ADN de estos seres. Quizás algunos espectadores echen en falta mayores conflictos, menos contención, más ciencia-ficción, pero lo que se gana por un lado, puede perderse luego por otro. La película es más plana en algunos aspectos argumentales, pero más rica en otros emocionales. Quizá podía haber sacado más partido de una situación que ofrece muchas variables, pero no debe olvidarse que está basada en una reconocida novela, y en cualquier caso, el camino por el que opta, sí lleva a alguna parte, y eso es lo que debe pedirse a una historia.
Como el replicante Roy de "Blade Runner", como los personajes de otra película sobre el tema, "la Isla", los muchachos amargados de "Nunca me abandones", son versiones modernas y sofisticadas de nuestro viejo amigo Frankenstain, ese monstruo que desafió allá por 1818 el poder omniscente de Dios y que demostró a pesar de los remiendos, que habían en él briznas de bondad.

Esta historia nos muestra en definitiva, la esencia contradictoria del ser humano, que crea y para ello destruye, que hace el bien, y para ello debe hacer el mal, que ama y odia, que es capaz de lo más bello y de lo más horrible. Nadie está libre de culpa, ni siquiera los propios "replicantes", fabricados por el hombre a su imagen y semejanza.

lunes, 21 de marzo de 2011

Mi querida señorita

España (1971)
Dirigida por Jaime de Armiñán
Escrita por Jaime de Armiñán y José Luis Borau
José Luis López Vázquez, Julieta Serrano, Antonio Ferrandis, Enrique Ávila, Lola Gaos, Chus Lampreave.
Morbo
¡Qué tiempos aquellos, cuando todo estaba todavía por hacer! Esta historia es de aquellas que está allí a la espera para que alguien la coja, y es tan bueno el argumento, que se escribe solo. Debieron ser grandes años aquellos 70 para los cineastas, cuando poco a poco veían que se ampliaban los márgenes y se abría ante ellos un campo enorme de posibilidades, cuando veían que todas las historias estaban allí, esperando para ser contadas.

Creo que hay que situarse en el contexto para valorar la película en todas sus dimensiones. Hoy se habla de transexualidad cuando se comenta "Mi querida señorita", pero creo que no pensaban en eso Armiñán y Borau cuando la escribieron, todavía quedaba un poco lejos. Lo que tenían entre manos era una idea muy buena, y un argumento lleno de morbo. Algunas fases de esta película recuerdan el sugerente final de "Viridiana", cuando Buñuel, con sutileza, dejaba entrever ideas tan escandalosas que la censura no acertaba a verlas. La historia que aquí nos ocupa se encuentra entre lo más morbosillo que éste que suscribe ha visto en su vida. Y lo más genial de todo es que parte de una premisa que es de lo más recatada. Seguramente eso debió decidir a la censura a darle el visto bueno, en realidad ninguno de los personajes hace nada punible para el franquismo, son rectos seguidores de la decencia, pero son personajes que, como piezas de ajedrez, se ven empujadas a situaciones que aun hoy, resultan chocantes. Y precisamente ese recato, amplifica el morbo y da mayor potencia a la historia "emocional" que aquí se cuenta.

La gran virtud de esta película, lo que hace que no envejezca, es que Armiñán se centra en sus personajes. Por eso resulta tan morbosa hoy como hace 40 años. Por eso la película funciona tan bien. La secreta atracción entre la señorita y su doncella es sutil en extremo, para el espectador es más producto de su morbosa imaginación que de lo que realmente aparece en pantalla. Debíó ser una película incómoda de ver para muchos, que debieron sentir ganas de correr al confesionario en pleno visionado por pensamientos impuros. Un acierto, un recato del guión, que al final juega a su favor. La relación entre las dos "mujeres" es irreprochable, y con el avance de la historia, pasa a ser una relacion verdaderamente emocionante por lo que tiene de auténtica: esta contención permite desatar los acontecimientos en la segunda parte de la película, y hacerlo con una coherencia que escucha mucho más a las emociones (también el espectador), que a los hechos. Cuando eso ocurre, no hay ninguna duda, estás ante una gran película, estás ante un ejercicio de hipnosis. Eso es el cine en definitiva.
El amor del guión por los personajes opera un milagro propio de las buenas películas, de los buenos hipnotizadores: los detalles "técnicos" de la historia no son importantes, pueden obviarse, pueden pasarse por alto. Con una película así, la verosimilitud alcanza altas cotas de maleabilidad y da un amplio margen a su director. ¿Por qué Adela no sabe que es un hombre? ¿Como llegó a ocurrir semejante equívoco? Uno se lo pregunta en algún momento, pero Armiñán y Borau saben que no les hace falta perder tiempo dando explicaciones, el espectador ama a los personajes y quiere saber qué les ocurre. Lo demás es secundario.

El argumento de "Mi querida señorita" es de una simplicidad asombrosa. No tiene que proponérselo demasiado para hacer una crítica a la sociedad española del momento. Lo que ocurre es de sentido común, no hay malos, no existe un enemigo visible. Éste es algo abstracto que todos comprendemos. La película se limita a hacer, muy hábilmente, un retrato social sin estridencias que, visto hoy, resulta entrañable y creíble. La señorita Adela Castro, solterona, respetada en la comunidad, haciendo el saque de honor en un partido de futbol, lo dice todo. Y lo hace "a lo Pirri". Algunos momentos de guión de esta película están a la altura del mismísimo Billy Wilder.

Lo que más interesa a Armiñán y Borau es cómo redefine su vida el personaje, cómo Adela Castro se convierte en Juan Castro. La película es simétrica en este aspecto. Al fin y al cabo, es una película sobre la identidad, sobre el miedo a ejercerla, sobre la libertad que proporciona. Y por encima de todo, es una película sobre el amor, que aunque latente, resulta apabullante, sano, valiente, reconfortante, ...

Esta historia estaba allí para que alguien la cogiera. Por suerte fue alguien que supo sacarle mucho partido. Que supo organizarla con un grado de economía, en un ejercicio de síntesis, que la hace brillante a veces (véase como está contado el cambio de sexo: ruido, salida de un tunel, cruces de vías, llegada a un andén y la espalda de un hombre que camina entre la gente y que ya intuimos quién es), aunque, todo hay que decirlo, pobre otras veces, porque resulta un tanto escueta, parca y de dirección un poco bruta. Como acierto mayúsculo, los actores. López Vázquez emociona de arriba a abajo. Y por supuesto el guión. La frase final es la que merecen las grandes películas como ésta. Otra vez, a la altura de Billy Wilder.

Todas las buenas películas tienen, sumergidos, grandes temas, grandes reflexiones humanas, grandes mensajes, y a la vez ofrecen enganches en superficie para atrapar al espectador. En este caso, el enganche es uno de los más potentes del mundo: el morbo.

viernes, 18 de marzo de 2011

Los amigos de Frankenstein (Tercera parte)

El relato de Percy Shelley es en realidad un escrito bastante caótico que, sin lugar a dudas, no estaba destinado a ser publicado. No tiene calidad literaria, más allá de la natural capacidad que Shelley tenía para relatar, pues se trata solo de apuntes precipitados que su autor escribió como génesis para un relato posterior. Existen contradicciones y no hay una estructura narrativa convencional. No es otra cosa que una suma de ideas escritas en el orden en que se encendían en la mente de Shelley. Sin embargo, leído al completo, la historia queda clara, y solo hace falta un sencillo trabajo de reordenación para que ésta pueda considerarse narrativamente efectiva. Esto es lo que yo he hecho, ordenar la historia. He eliminado también algunos pasajes. He hecho esto únicamente cuando quedaba claro que a la par que escribía, Shelley incorporaba ideas que se contradecían con ideas anteriores, y solo cuando quedaba claro cual era la idea que él tenía previsto que debía prevalecer. Ha sido pues la mía una tarea de depuración, de eliminación de aquello que el propia autor desechaba, aun sin eliminarlo del texto, pues es evidente que sería modificado en una posterior redacción literaria. Entre una cosa y otra, mi objetivo ha sido pulir la historia para que sea coherente de acuerdo con lo que, parece claro, pretendía contar Shelley.

É aquí el cuento que Percy Shelley escribió como contribución a su apuesta. Dejadme solo advertir, como preámbulo, que parte de una premisa similar a la que utilizó Mary Shelley para escribir Frankenstein, devolver la vida a un ser muerto, pues parece confirmado que ese era el tema que el grupo discutía cuando se propusieron escribir sus narraciones. El cuento de Percy, como se verá, aunque terrorífico, tiene, potencialmente, una intención más poética y dramática que el de su esposa Mary. No debe olvidarse que Shelley era poeta. Su cuento, aunque exento de calidad literaria en la fase de redacción en la que lo abandonó, resulta sin embargo impactante, pues, aun tratándose solo de un esquema, la fuerza dramática que evoca, es gigantesca. Ah, se me olvidaba, el título provisional que Shelley escogió para su relato, escrito en su diario, por cierto en la última página, es “Carne muerta”. Así dice:


“Debemos aterrarnos, y conmovernos al mismo tiempo ante la historia del doctor Marcus Percy Fortune, afamado científico caído en desgracia durante los meses de verano del año 1816. Su historia me fue relatada por los lugareños de esta parte de Suiza en la que me encuentro y no he sido capaz de librarme de ella todavía. Dios será quien juzgue los actos de este hombre enloquecido por el amor y por la ciencia que puso sin ningún comedimiento la segunda al servicio del primero, desafiando con ello al creador. Lo que voy a relatar ocurrió en primavera, en la ciudad de … , ribereña del lago Constanza, al este del país. Marcus Fortune tenía allí una vieja casa familiar, situada junto a las aguas calmadas del Constanza y rodeada por un bosque espeso y húmedo, alejada tres quilómetros del centro de la ciudad. Fortune estaba casado con una mujer alemana de belleza perturbadora, una belleza redoblada con su exquisitez y la delicadeza de su temperamento y de su gracia. De su feliz unión nació un muchacho avispado y dulce, a quien llamaron Thomas, tierno como pocos y agraciado naturalmente con la belleza y la exquisitez de su madre.

Fortune era un científico que, aunque joven, gozaba de un gran prestigio entre los de su gremio. Era un destacado investigador de la naturaleza del organismo, de sus partes y de su mecánica práctica. Aunque se doctoró en medicina, su interés se desvió hacia la ciencia forense con el objetivo de averiguar cuanto le fuera posible sobre el funcionamiento del cuerpo y el misterio de la vida. En los últimos meses le fascinaba ya abiertamente una idea que hasta entonces solo había estado presente en su tarea de un modo subyacente. Ocurrió cuando analizando un cadáver, éste, ante sus ojos volvió repentinamente a la vida. El caso tuvo una notable repercusión en la ciudad y dio lugar a numerosas habladurías, aunque el propio Fortune dictaminó que aquel “cadáver” en realidad no era tal, sino que se trataba de un hombre aquejado de una extraña enfermedad que ralentizaba las constantes vitales de su cuerpo y facilitaba la confusión entre la vida y la muerte. A partir de aquel episodio, Fortune desató su interés por la fina línea entre aquello que poseía vida en su interior, y aquello que estaba vacío de ella. Su investigaciones se centraron en tratar de observar aquello que causaba el fin de la vida, que la apagaba, con el objetivo final de descubrir si existía un modo de encenderla otra vez.

Fotune elaboró una teoría según la cual, si un cuerpo muerto era debidamente conservado y se resolvía aquello que le causara la muerte, no había razón para que no pudiera volver a ser activado. La cuestión era averiguar cual era el interruptor para hacer efectiva esa operación. Fortune comenzó a hablar de sus teorías con otros colegas, pero, para su sorpresa, estos las recibieron con pavor, y al poco el joven investigador fue quedando aislado, lo que cambió su carácter y le volvió más huraño. Fortune estaba resentido, pues no podía comprender cual era la razón por la que se recibían con tanto recelo sus ideas, que al fin y al cabo, solo pretendían devolver la vida.

Fortune partía de la base de que el cuerpo se alimentaba a través de la sangre, y lo que enriquecía a ésta era el alimento y el oxígeno. Para “reactivar” un cuerpo muerto y reparado, lo que debía hacer en primer lugar era procurarle alimento y oxigeno, y luego encontrar el modo de que la sangre enriquecida circulara a través de él. Para eso, era necesario que el corazón volviera a bombear sangre. Ahí estaba el verdadero enigma: encontrar una fuente de ignición. A partir de algunos ensayos con corazones de animales, observo que el tejido coronario reaccionaba a algunas sustancias químicas. Con esa base, elaboró un cóctel químico que, a la vez que activaba los tejidos, los protegía de agresiones. En este punto de su investigación estaba en verano de 1816.

El joven científico se llevó a su casa de verano sus investigaciones. En los sótanos tenía mucho espacio para continuar sus experimentos. No salía apenas de la casa, solo durante unas horas por la tarde para estar con su esposa y su hijo, su otra gran pasión. Jugaban en el jardín, junto al lago, y a veces salían a navegar con un pequeño velero. Paralelamente, Fortune estaba ultimando un prototipo de máquina para devolver la vida. Ésta tenía principalmente tres dispositivos: un mecanismo aéreo que proporcionaba oxígeno a los pulmones; un mecanismo alimentario preparado para introducir suero en la sangre; y un último mecanismo que inyectaba su cóctel milagroso directamente al corazón. En la máquina realizó sus primeros ensayos con cerdos, aunque no tuvo éxito, pero estuvo muy cerca de tenerlo. El cóctel químico debía ajustarse, pues resultaba demasiado dañino para la carne humana, llegaba a quemarla. Tuvo que suavizar la fórmula. Tampoco era efectivo el sistema de aplicación del cóctel. Una aplicación continuada del mismo no permitía la relajación del corazón, y por tanto a éste le era imposible bombear sangre. Modificó la máquina para que el suministro químico fuera periódico, a un ritmo parecido al de el latido de un corazón. Eso debía permitir la contracción y la relajación durante unos minutos. A partir de ahí, el propio corazón debía funcionar ya solo y encender todo el cuerpo. Fortune sentía que estaba muy cerca del milagro.

El de 1816 fue un verano ventoso, de lluvias caprichosas e imprevisibles. Una tarde, la mujer de Fortune y su hijo le esperaban para salir a navegar. El pequeño Thomas estaba ansioso por hacerse a la mar con su pequeño velero, pues le había sido imposible durante toda una semana. El día se había aclarado, aunque se apreciaban todavía grandes nubarrones negros por encima de los bosques del norte. Ese día Marcus Fortune no podía atender a nada, pues realizaba ensayos decisivos con su máquina milagrosa. Oyó desde el sótano los gritos de su hijo y de su esposa para que subiera, pero no los atendió. Ellos, conocedores de su tarea, estaban acostumbrados a aquella obsesión. “Nos vamos a navegar” gritaron, a lo que Marcus Fortune respondió sin mayor atención: “De acuerdo”. La tarde fue de gran intensidad para Fortune. Por dos veces logró que el corazón de un cerdo volviera a latir. La primera vez duró dos minutos. La segunda catorce, y la mitad de ellos, lo hizo autónomamente. Tenía algunos problemas para enriquecer la sangre, motivo por el cual, el cerebro y el resto de órganos vitales no recibían las cantidades adecuadas de oxigeno y de alimento. Eso terminaba por parar otra vez el corazón. Sus cálculos estaban muy cerca de perfeccionarse. Necesitaba solo un poco más de ignición para que el global del cuerpo se pusiera en marcha, pues no bastaba con el bombeo, hacía falta luego accionar la mecánica general del cuerpo, es decir, que este activara todos sus órganos, como una orquesta que arropa a su solista. Creía haber encontrado el modo de hacerlo inyectando unas gotas del cóctel químico al propio cerebro, aunque no sabía todavía la dosis adecuada. En eso estaba cuando se dio cuenta de que no solo de su ansiedad procedían los latigazos que escuchaba en su interior. También venían de afuera. Efectivamente, se había desatado una tormenta y los rayos y los truenos descargaban de un modo ensordecedor. Fortune recordó entonces que su esposa y su hijo habían anunciado que salían a navegar.

Cuando Fortune salió desesperado al jardín, vio en el lago el velero. En él su esposa y su hijo luchaban por mantener la estabilidad del barquito, pero poco podían hacer, de poco servía su belleza ante la fuerza de los elementos. Una olas repentinamente salvajes terminaron por derrotarles y dieron un vuelco cruel al barquito, que parecía de juguete. Fortune se lanzó al agua enloquecido, buscando en la negrura helada a sus seres más amados. Primero encontró a su hijo Thomas. Apenas respiraba, pero mantenía un aliento de vida. Corrió al lago otra vez y sacó a su esposa. Los llevó a ambos a la casa. Ante sus ojos desquiciados, vio como a ambos se les escapaba la vida, vio como sus cuerpos se apagaban. Y quedaron inertes sobre sus camas, convertidos solamente en carne muerta. Marcus estuvo cerca de enloquecer, pero en un resquicio de luz, se dio cuenta que tenía un remedio a la tragedia, puede que fuera el único del mundo que lo tenía. No había tiempo que perder. Solo habían transcurrido unos minutos desde que fallecieran, y su cerebro quedaría irremediablemente dañado si no se le alimentaba inmediatamente. Situó a ambos en su mesa de operaciones, en el sótano, y les inyectó alimento directamente al cerebro. Había averiguado que era el mejor modo de conservar el cuerpo en buen estado. Eso le daba tiempo. Preparó la máquina. Insertó los catéteres en sus cuerpos, y ultimó los preparativos de las dosis de cóctel que tenía que aplicar a cada uno. No quería cometer errores. Probaría también por primera vez la inyección del cóctel directamente al cerebro. Tenía miedo, pero no había alternativa. Puso en marcha la máquina, abrió las espitas que precipitaron los líquidos a ambos cuerpos. Unos tubos entraban por sus brazos, otro entraba en sus corazones, otro penetraba por sus bocas hasta sus estómagos, y dos tubos más penetraban en sus cerebros. Se requería un gran orden y precisión en la secuencia de operaciones. Marcus no daba a abasto. Le daba a un botón y accionaba luego una palanca. Corría para corregir una válvula y rodeaba los cuerpos para cerrar una espita en los drenajes laterales. El experimento duró siete horas.

Los relámpagos despiertan a Marcus Fortune quien, agotado, se ha dormido grotescamente sobre su máquina milagrosa. Cuando despierta no sabe dónde está, ni qué ha ocurrido.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Los amigos de Frankenstein (Segunda parte)

El librero suizo se llamaba Hans. En su carta, un poco caótica, relataba que había puesto el supuesto libro de Percy Shelley en manos de expertos de la Universidad de Ginebra, con el fin de que hubiera un reconocimiento oficial del hallazgo que le permitiera darle publicidad. La cosa no fue tan fácil. En el departamento de literatura del la Universidad le informaron que hacía falta llevar a cabo una investigación muy rigurosa, lo que llevaría unos cuantos meses de trabajo, puede que años. Hans no tuvo más remedio que aceptar.

La investigación duró seis meses, menos de lo esperado. Pero esa brevedad no iba a traer buenas noticias para el viejo librero. Fue convocado a Ginebra y se le explicó que el libro no tenía valor alguno, que numerosos detalles confirmaban que no había sido de ninguna manera escrito por Percy Shelley. La base de la afirmación radicaba en que el viaje de Shelley por Suiza y Francia en 1816 estaba ampliamente documentado, y dicha información no encajaba en fechas y lugares con el itinerario que establecía el diario encontrado. Eso era una prueba casi definitiva para el equipo que había llevado la investigación, ya que cualquier otra interpretación supondría que buena parte de la información que se tenía de los sucesos de aquel verano, globalmente aceptada en el ámbito científico, quedaría en entredicho y debería ser revisada. Una opción que no se contemplaba.

El equipo de investigadores concluyó además que la letra del manuscrito no era la de Shelley. En este caso afirmaban que era "improbable" dicha autoría, aunque no podían asegurarlo por completo. Cuando Hans insistió se le dijo que, ciertamente, existía un parecido razonable entre una escritura y la otra, pero eso, dijeron, no era suficiente. Aunque no se podía afirmar que no lo era, tampoco se podía afirmar que sí. Esa situación, a nivel científico, daba poco valor al objeto, prácticamente lo anulaba como elemento probatorio.

Hans explicaba en su carta que había otros elementos tangenciales que desacreditaban la autenticidad del diario, aunque no los mencionaba. También expresaba sus dudas respecto al dictamen científico. En su opinión los argumentos del comité científico eran plenamente rebatibles. Pero decía que no tenía ya fuerzas para emprender una cruzada en pos de su reconocimiento internacional. Poco le importaba, decía. Después de toda una vida dedicado al coleccionismo de libros, por fin, al final de sus días, había hallado un ejemplar único, una pieza verdaderamente extraordinaria. Y con eso alcanzaba su plenitud. Saberse poseedor de este libro histórico le bastaba. Él no tenía dudas. Tenía la certeza de que en el futuro, algún día, alguien daría pertinente reconocimiento al diario. Me daba las gracias y se despedía calurosamente.

La carta me dejó profundamente insatisfecho. Como a Hans, poco me importaba si el diario obtenía o no reconocimiento científico. Yo tampoco tenía dudas respecto a su autoría. Mi insatisfacción procedía de otra parte. ¿Acaso Hans no se daba cuenta? Le escribí una carta acalorada e impetuosa. Verano de 1816, Mary Shelley, Percy Shelley, Lord Byron. Suiza. Días de lluvia y mal tiempo. Noches junto al fuego leyendo narraciones de fantasmas. Una apuesta. Tres historias de terror. El mundo conocía una de ellas, Frankenstein. Yo tenía ahora la extraordinaria oportunidad de conocer la segunda, o al menos un esbozo de la misma. "Hans", le escribí, "querido Hans, por el amor de Dios, no puede dejarme así, tenga piedad de mí y hágame partícipe del cuento de terror que Percy Shelley inventó aquellos días ya lejanos. No guarde solo para usted esta espantosa fábula nacida a la par que Frankenstein en aquellos fascinantes días de verano de 1816".

Tres semanas más tarde recibí otra carta de Hans. En ella no me decía nada, no me escribía ni una sola palabra. En el interior del sobre había únicamente las fotocopias de treinta páginas del diario manuscrito, el relato entero de Percy Shelley, de su puño y letra.