El librero suizo se llamaba Hans. En su carta, un poco caótica, relataba que había puesto el supuesto libro de Percy Shelley en manos de expertos de la Universidad de Ginebra, con el fin de que hubiera un reconocimiento oficial del hallazgo que le permitiera darle publicidad. La cosa no fue tan fácil. En el departamento de literatura del la Universidad le informaron que hacía falta llevar a cabo una investigación muy rigurosa, lo que llevaría unos cuantos meses de trabajo, puede que años. Hans no tuvo más remedio que aceptar.
La investigación duró seis meses, menos de lo esperado. Pero esa brevedad no iba a traer buenas noticias para el viejo librero. Fue convocado a Ginebra y se le explicó que el libro no tenía valor alguno, que numerosos detalles confirmaban que no había sido de ninguna manera escrito por Percy Shelley. La base de la afirmación radicaba en que el viaje de Shelley por Suiza y Francia en 1816 estaba ampliamente documentado, y dicha información no encajaba en fechas y lugares con el itinerario que establecía el diario encontrado. Eso era una prueba casi definitiva para el equipo que había llevado la investigación, ya que cualquier otra interpretación supondría que buena parte de la información que se tenía de los sucesos de aquel verano, globalmente aceptada en el ámbito científico, quedaría en entredicho y debería ser revisada. Una opción que no se contemplaba.
El equipo de investigadores concluyó además que la letra del manuscrito no era la de Shelley. En este caso afirmaban que era "improbable" dicha autoría, aunque no podían asegurarlo por completo. Cuando Hans insistió se le dijo que, ciertamente, existía un parecido razonable entre una escritura y la otra, pero eso, dijeron, no era suficiente. Aunque no se podía afirmar que no lo era, tampoco se podía afirmar que sí. Esa situación, a nivel científico, daba poco valor al objeto, prácticamente lo anulaba como elemento probatorio.
Hans explicaba en su carta que había otros elementos tangenciales que desacreditaban la autenticidad del diario, aunque no los mencionaba. También expresaba sus dudas respecto al dictamen científico. En su opinión los argumentos del comité científico eran plenamente rebatibles. Pero decía que no tenía ya fuerzas para emprender una cruzada en pos de su reconocimiento internacional. Poco le importaba, decía. Después de toda una vida dedicado al coleccionismo de libros, por fin, al final de sus días, había hallado un ejemplar único, una pieza verdaderamente extraordinaria. Y con eso alcanzaba su plenitud. Saberse poseedor de este libro histórico le bastaba. Él no tenía dudas. Tenía la certeza de que en el futuro, algún día, alguien daría pertinente reconocimiento al diario. Me daba las gracias y se despedía calurosamente.
La carta me dejó profundamente insatisfecho. Como a Hans, poco me importaba si el diario obtenía o no reconocimiento científico. Yo tampoco tenía dudas respecto a su autoría. Mi insatisfacción procedía de otra parte. ¿Acaso Hans no se daba cuenta? Le escribí una carta acalorada e impetuosa. Verano de 1816, Mary Shelley, Percy Shelley, Lord Byron. Suiza. Días de lluvia y mal tiempo. Noches junto al fuego leyendo narraciones de fantasmas. Una apuesta. Tres historias de terror. El mundo conocía una de ellas, Frankenstein. Yo tenía ahora la extraordinaria oportunidad de conocer la segunda, o al menos un esbozo de la misma. "Hans", le escribí, "querido Hans, por el amor de Dios, no puede dejarme así, tenga piedad de mí y hágame partícipe del cuento de terror que Percy Shelley inventó aquellos días ya lejanos. No guarde solo para usted esta espantosa fábula nacida a la par que Frankenstein en aquellos fascinantes días de verano de 1816".
Tres semanas más tarde recibí otra carta de Hans. En ella no me decía nada, no me escribía ni una sola palabra. En el interior del sobre había únicamente las fotocopias de treinta páginas del diario manuscrito, el relato entero de Percy Shelley, de su puño y letra.
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