Mary Shelley relata en el prefacio de su inmortal novela "Frankenstein" las circunstancias a partir de las cuales inició su redacción. Estando de visita en Suiza, con su esposo el Sr. Shelley y con un reconocido amigo, Lord Byron, se vieron sorprendidos por el mal tiempo que no les permitía emprender visitas por la zona, como tenían planeado. Encerrados en la casa donde se alojaban, junto a un lago, cerca de Ginebra, pasaban el tiempo conversando y leyendo antiguos libros de terror alemanes. La situación les llevó una noche a proponerse un reto: escribir cada uno de ellos un relato terrorífico que tuviera lo sobrenatural como tema. Mary Shelley ideó una de esas noches el inicio de "Frankenstein", ella misma cuenta que a partir de un sueño.
Sus dos compañeros, sin embargo, dejaron su tarea a medias, pues mejoró el tiempo y prefirieron ocuparlo al aire libre. De los tres proyectos de novela, solo el de Mary Shelley llegó a terminarse y a publicarse.
Hace solo unos meses, durante un viaje por Suiza, me hallaba de paso en un pequeño pueblo cuyo nombre no recuerdo. Nos detuvimos porque el lugar nos pareció gracioso y agradable. Llegamos sobre las 11 de la mañana, y hacíamos tiempo antes de comer para reemprender la marcha a media tarde. Mientras mis compañeros de viaje se metían en un bar para tomar un aperitivo, yo me dejé seducir por una pequeña tienda de libros antiguos que tenía un aspecto sucio y pintoresco. No estaba muy claro si la tienda estaba o no abierta al público, pues el polvo que había en los cristales sería inaceptable para cualquier comerciante mínimamente competente. Sin embargo la puerta estaba abierta, y en su interior, además de cientos de libros y un dedo de polvo por doquier, había un hombre de avanzada edad, sentado en una sillita y ojeando un libro. Me dio la bienvenida en francés y me invitó a curiosear.
Mi dominio del francés es bastante limitado, pero alcanza para hacerme entender y para enterarme de la esencia de lo que se me dice. Llevaba media hora en la tienda cuando el anciano me llamó. Quería enseñarme un libro que tenía entre las manos. No era un libro editado, sino una libreta manuscrita, una especie de diario de aspecto antiquísimo, castigado por el tiempo. El hombre me informó de que acababa de recibir una caja llena de libracos más viejos que antiguos, más sucios que añejos, procedente de una casa del pueblo. La señora de la casa, una mujer de más de 90 años, según dijo, había muerto recientemente y sus herederos habían empaquetado sus libros y se los habían quitado de encima vendiéndolos al librero por unos pocos francos suizos. Se trataba de viejas ediciones alemanas y suizas de clásicos alemanes, franceses e ingleses. Algunas eran ediciones interesantes, pero ninguna de ellas era nada del otro mundo. En el fondo del cajón, el librero acababa de encontrar aquel pequeño diario manuscrito que ahora tenía entre manos. Pero resultaba que estaba escrito en inglés, una lengua que el viejo no conocía. La letra, además, era casi un jeroglífico de ardua lectura. Por esa razón me reclamó, con la esperanza de que pudiera darle alguna información sobre el librillo que le permitiera catalogarlo y ponerle precio, o quizás lanzarlo simplemente a la basura.
Pocas veces me ha recorrido el espinazo una sensación de excitación tan intensa como ese día, en ese momento, cuando tras unos segundos de inspeccionar aquel diario pude comprobar que aparecía una y otra vez una firma al final de cada artículo. No me costó reconocer en ella la palabra Shelley. También identifiqué diversas fechas del año 1816, así como algunas ubicaciones como Ginebra y Chamonix. Mi reacción fue tan evidente y transparente que el viejo librero se puso de inmediato en pie y recuperó de un zarpazo el libro.
Llamé por teléfono a mis compañeros de viaje para decirles que se fueran sin mí a comer. Me ofrecí al librero a hacerle de interprete y ayudante en las primeras averiguaciones, a lo cual accedió. Me temblaban las manos cuando abrí la cubierta y empecé a leer la primera página del manuscrito, pero me temblaron más cuando descubrimos que el librillo, efectivamente, estaba escrito de su puño y letra por Percy Bysshe Shelley, el poeta romántico inglés esposo de Mary Shelley, durante los meses de verano de 1816. Lo que tenía en las manos era el diario de aquel verano, del verano en que Mary Shelley dio vida a Frankenstein. El valor de aquel librillo, de confirmarse nuestras suposiciones, era incalculable. Pero eso no era todo.
Me pareció que le daba un infarto al viejecillo, y que también me daba a mí, cuando descubrimos que en aquel librillo Percy Bysshe Shelley había escrito a lo largo de los últimos días de mayo y los primeros de junio, el esbozo de un argumento para un relato de terror. El viejo y yo nos dimos cuenta de que teníamos en las manos la segunda de las historias que surgieron de aquel reto nocturno entre tres amigos atrapados por la lluvia. Percy Shelley no había llegado a desarrollar su argumento, pero parecía que acabábamos de descubrir que había hecho parte de sus deberes.
Yo me mostré dispuesto a leer y traducir el relato, que ocupaba unas 30 páginas del cuaderno. No importaba el tiempo que llevara. Sin embargo, el viejo librero, que había palidecido y que mostraba síntomas de estar al borde de un colapso, rescato el diario, lo guardó en su escritorio, regresó hasta mí y tras darme las gracias, me rogó que me marchara. Mis protestas no sirvieron de nada. Lo más que conseguí fue arrancarle la promesa de que me escribiría una carta (el hombre no sabía lo que era un ordenador), explicándome sus posteriores investigaciones y la esencia de aquel esbozo de relato de terror.
No olvidé esta peripecia, y aunque pasaban los meses, cada mañana seguía buscando en el buzón alguna carta llegada desde Suiza. Nunca hablé de ello con nadie.
Hace aproximadamente tres meses, casi un año después de aquel episodio, la carta llegó.
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